Como todo adolescente, tuve necesidades de validación por parte de mis pares. ¿A quiénes admiramos en la adolescencia? Pues a músicos, deportistas, a ese que no va a la escuela, tiene a las mejores minas y se la pasa fumando en la puerta del colegio. Sin embargo, tenía mis problemas para socializar: era un chico más bien reservado, con gustos considerados raros para la época (Pokémon, Harry Potter, Naruto, todo lo que hoy es mainstream). Era difícil hacer amigos en ciudades más bien chicas, donde la vida pasa por uno de los dos clubes de fútbol del lugar, una de las tres escuelas o uno de los dos boliches, que para mí eran un infierno.
Con la universidad y el trabajo tuve un curso acelerado de cómo socializar o cómo acercarme a la gente, y las cosas se acomodaron de una forma u otra. Sin embargo, como ninguna persona es inmutable y al superar algunos aspectos florecen otros, me noto irascible con ciertas cosas en mi vida. Que me pongan reuniones mientras estoy trabajando es un problema, que piensen que mi tiempo está libremente disponible para otros me enerva. Obvio que intento decir, de la mejor manera posible, “este es tiempo que le estás sacando a mi trabajo” o “necesito que respetes este horario”, pero no dejo de tomármelo como un insulto.
Podría decir tranquilamente “soy así, ya fue, no le puedo caer bien a todo el mundo”, lo que es una verdad incuestionable. Por ejemplo, Trump no hace discursos para ganar votos, sino para contentar a su base de votantes, y Milei no quiere ganar amigos, sino contentar a los que una militante suya señaló como “personas desesperadas que quieren pertenecer a algo”. Y si bien hay dichos sobre que todo en la vida es política, prefiero estar en el lado Kissinger de la vida, es decir, con una idea firme de lo que quiero, pero dispuesto a negociar para obtenerlo.
No cambiar es una excusa
“Soy muy viejo para cambiar” es una frase repetida en las salas de terapia psicoanalítica. Tristemente, tiene muy poco de verdad. No es tanto la edad, sino más bien las costumbres arraigadas las que no nos dejan pensar en un “yo” diferente.
Vos sabés que es una excusa, que ser consciente de determinados comportamientos es el primer paso para corregirlos en el sentido que uno quiera. En ese sentido, la reflexión cobra un papel fundamental, al igual que tener un feedback externo sobre tales comportamientos, aunque es verdad que pedirlo en exceso puede ser visto como una señal de debilidad.
Ningún líder logró nada por ser una caricatura exagerada: en la privacidad de sus teléfonos son mucho más cautos al hablar, además de que dependen de equipos que logran cerrar negociaciones importantes. Es como pensar que Javier Milei es quien dicta las medidas económicas, cuando en realidad el más reflexivo Luis Caputo es quien lleva adelante las negociaciones.
Una persona cauta no reacciona en caliente, por mucho que crea que el otro dice una idiotez insoslayable. Mantiene la calma y responde sin hacer sentir a su interlocutor como alguien inferior, sino más bien como un par con el que quiere compartir una finalidad.
Y es difícil. A veces nuestra contraparte resulta ser un idiota insoslayable en el ámbito en el que lo conocemos. Y las razones pueden ser varias: no le gusta su trabajo, está preocupado porque no llega a fin de mes, su equipo de fútbol no viene bien, a su mujer le da lo mismo decirle algo lindo que lavar la ropa. Las excusas pueden ser miles.
Pasa por nosotros tragar saliva, hacer nuestra mejor cara de póker y decir: “Ok, entiendo lo que decís, dejame pensarlo y vuelvo con una mejor propuesta”. Eso es infinitamente mejor que quedar como alguien odioso y repulsivo.
Gracias Delfi por la semilla que generó esta nota.