Este minion, creo si recuerdo bien de la película “Mi Villano Favorito 2”, lo compré cerca del 2016. Ese año, un Martín bastante más jóven e ingenuo trabajaba para una multinacional. Estaba gordo ese Martín. Era, muy marcadamente, un estereotipo de sistemas, muy poco sociable y con algo de ansiedad al conectar con personas. La gente de sistemas somos rara. “El hábito hace al monje”, reza un antigüo refrán.
Estaba rodeado de gente como yo, gente extraña y querible a la vez. Fue, quizás, la época que recuerdo con más alegría, donde hice amigos que conservo hasta el día de hoy. Y fue así, porque alguien decidió que así fuera, dos años antes.
En 2014 tomé la decisión de salir de mi trabajo de ese momento para lograr bajar la carga de viaje: me iba por semanas al sur, sumado a que desde casa a mi trabajo había una hora de recorrido. Quería dar el salto a una gran corporación, y pude darlo en septiembre de ese año. Para entrar tuve varias entrevistas, entre ellas para categorizar mi nivel de inglés, pero la que ayudó a que quedara era con dos personas de las cuales recuerdo el nombre, Santiago Silvestrini y Silvia Cobialca, a quienes les sigo agradecido hasta el día de hoy por la oportunidad. Ambos decidieron que era apto para empezar a trabajar allí, en un equipo dividido en 3 bandas horarias, con Silvia como “líder local”.
Como dije, el hábito hace al monje, y Silvia no era la excepción a la regla: Ingeniera Química y en Sistemas, mágister en data mining, profesora en una de las universidades privadas más prestigiosas del país, aparentaba por lo menos 15 años menos de los que realmente tenía, y su poco tiempo libre lo dedicaba a su familia o a sus gustos, siendo Star Wars su franquicia favorita de ficción.
Silvia en ese momento trabajaba con consultas en SQL, programaba en .NET y además, se estaba metiendo con Tableau, creo que sin saber que iba a ser la próxima “big thing” en el mundo de sistemas; que la inteligencia empresarial iba a ser tomada en cuenta como una rama tecnológica per sé.
A lo largo de los meses donde trabajamos juntos, Silvia se convirtió en uno de mis senseis. En ese entonces ella vivía en Belgrano junto a su familia y sus hijos y marido, aunque cada tanto viajaba a Rosario, en donde la mayoría de su equipo estaba. Junto a ella aprendí a mejorar mi código y a disfrutar de la comida armenia, perteneciente una comunidad que en Argentina tiene décadas y una cultura muy rica.
“Una cosa a la vez”, ese es el lema que le permitió hacer tantas cosas, desde apoyar a su familia hasta rendir en su proyecto. Silvia nunca supo jugar en la política empresarial, y por eso, incluso le llegaron a bajar de facto el rango jerárquico en la empresa donde estábamos. ¡A ella, justamente, que su rostro aparecía en la entrada de un edificio del microcentro porteño de la empresa!
Ese 2016 decidí que mi camino iba por otro lado, así que cambié de equipo, yéndome al lado más administrativo de la compañía. Sin embargo, seguía involucrado día a día de mi antigüo equipo. Aún, después de renunciar en 2019, seguía en contacto con la mayoría de ellos.
Recuerdo que una vez que fui a dar una charla de Power BI en una sede de Buenos Aires, invité por primera vez una cerveza a mi sensei. Quería poderle devolver aunque sea un poco de las oportunidades que me dio cuando me abrió las puertas. La última vez que la vi fue en noviembre del 2021, que había viajado a Buenos Aires para un evento empresarial. Nos pusimos al día con nuestros trabajos y nuestras pasiones. Incluso, le presenté un problema que tenía con modelos predictivos, y me ofreció soluciones, mientras comíamos una porción de torta.
Para mí, ese fue un viaje especial: era la primera vez que viajaba en mi propio auto a Buenos Aires, después de haber viajado a Europa por primera vez, mientras estaba (y sigo estando) en pareja con Antonela, quien pudo verla por videollamada.
Ya no era el mismo chico de 23 que ella había contratado: ya era un hombre de 30, si es que a este escritor borracho y algo distraído puede decírsele hombre.
Silvia falleció el 5 de abril de este año. Un cáncer de estómago, totalmente inesperado. “No puede ser, estaba re bien cuando la ví”, fue lo que pensé, entre muchas otras cosas que se dicen que piensan aquellos que pierden a un ser amado.
Silvia, de un momento a otro, sin siquiera esperarlo, se nos fue. Creo que se pueden escribir libros enteros de las colaboraciones que le dio a esta comunidad, pero prefiero quedarme con las que personalmente me dejó a mí: me enseñó a no darme por vencido, a hacerme responsable por mi trabajo, que la vida no siempre es justa, a creer en mí, a saber que tengo capacidad de sobra para cumplir propósitos, y que no importa que haya fallado, y que los demás no lo vean: si sentís que cambiaste el mundo hoy, alcanza.
Como conté, ella hizo de todo en su vida. Los que la conocíamos le preguntamos más de una vez cómo le daban las horas del día para hacer andar semejante maquinaria que era su día a día. A pesar de haber fallecido jóven (no tenía ni 60), vivió con la intensidad de varias vidas bien vividas.
El minion de mi habitación es un recuerdo. Ella, a sus dirigidos, nos llamaba cariñosamente “minions”, considerándose a ella misma nuestra “Gru”. Lo compré con ella presente en Rosario, lo conoció, y ese minion me acompañó durante años en la oficina. Ese minion, si bien simbólico como los imanes para heladera, recuerda a ese pibe, en esa época de felicidad, donde sentía que si se esforzaba lo suficiente podía comerse el mundo.
Con los años, entiendo que se equivocó de referencia. Si, Silvia, tan perfecta como la conservo en mi memoria, había confundido su propia percepción: Silvia estaba más cerca, para los que la conocimos, de ser una auténtica Princesa Leia.