Las negociaciones no arrancan con un entendimiento y aceptación absoluta de las cuestiones propuestas. En algunos contextos tales como las propuestas laborales, se espera que se rechace la oferta para empezar a negociar montos.
Pongamos un ejemplo. Alguien te ofrece $100.000 por mes para trabajar para una empresa, mas un bono de ingreso equivalente al 20% de ese valor. La historia podría sucederse de dos formas (entre otras):
Podés decir que si. Aceptar esos $120.000 (por poner un número) el primer mes y otros $100.000 todos los meses que trabajes. Acá no hubo negociación. Lo que hubo es una propuesta y una aceptación.
O podés rechazar ese monto de forma tajante, por considerarlo insuficiente para un cambio de empleo, mientras que proponés un valor acorde al mercado y que ambas partes sientan como justo, iniciando una negociación. La otra parte puede negarse y proponer otro valor, o terminar las negociaciones.
Hay riesgos y todo depende de las situaciones en las que se encuentren ambas partes. Por ejemplo, en sistemas, si manejás una tecnología de nicho y tenés experiencia, podés defender tu valor. Si la empresa que contrata no es conocida, es posible que tenga que entregar más dinero del que se paga en el mercado para retener valor. Y ni hablemos si la empresa tenía mala imagen: a veces todo el dinero del mundo no alcanza para retener empleados o contratar nuevos.
Esto es totalmente extrapolable a situaciones de pareja, de partidos de futbol, discusiones familiares, operaciones inmobiliarias, y cualquier otro ámbito de la vida donde una negociación pueda aportar a un mutuo entendimiento.
Volviendo al primer ejemplo, si aceptaste los $100.000 al principio sin negociar, probablemente pienses que podías ganar más, y busques inmediatamente otro empleo. En cambio, si negociaste algo justo para vos, no vas a querer romper el acuerdo que vos mismo armaste. Al fin de cuentas, es un acuerdo que tiene valor. Negociar nos compromete.